La Oscura Claridad

|



Abrí los ojos cuando el primer rayo de luz de la mañana atravesó la habitación 359 donde siempre la esperaba. El escenario era bastante pobre, todo parecía haber salido de una fuga en el pasado. En la oscuridad se lograba ver como se detenía el tiempo y tomaba forma una ansiedad ambigua que sobrevolaba mi pecho para devorarme como un ave de rapiña.
6:30hs. y era obvio que no iba a venir, sin embargo me quedé tirado un rato más mirando mi reflejo entumecido bajo el espejo del techo. Creí que de esa manera, vaya a saber por qué, alguna suerte de telepatía la traería de vuelta a mis brazos esperanzados.
No es bonita como las chicas de alguna publicación barata de los lunes. Su cabello negro y espeso se enrosca por un torso magro y desaliñado, sus ojos son el mar en su peor escasez y sus labios… sus hermosos labios. Pocas veces la escuché, tan pocas que tengo que hacer un esfuerzo para recordar su voz, pero nunca podría olvidar su ruidoso silencio, vorágine, demencial. Podíamos pasar horas enteras contemplando algún detalle de la habitación, algún descuido del personal de limpieza o simplemente quedarnos mirando como la habitación que nos condenó a la fantasía, iba convirtiéndose en las ruinas de una amistad pasajera potencialmente destructiva.
Otra vez me encontraba inmerso en su aroma acaramelado, inconfundible entre todos los olores del mundo, cuando miré el reloj por última vez y exhalé mi derrota. Humillado, confundido y paranoide, como me sentía hasta entonces, tomé mis últimos sorbos de un whisky barato que tenía sutilmente escondido entre los exámenes horrorosos, pretenciosos y tediosos de mi grupo de alumnos de Historia Argentina, a quienes les debía respeto y suplicaba misericordia por ser hijos de una acomodada estirpe social que podía sentenciarme a una jubilación sin derecho más que a mi propia tumba. Por lo menos en ese preciso momento, mi resentimiento hacia la actitud egoísta y desinteresada de mi ingrata y escuálida amiga se había desviado hacia los mocosos y su metódica ignorancia. Eufóricamente empecé a tirar los exámenes en toda la habitación. La ira, el fastidio, el hedor de esa mugrosa mujer me habían servido para hacer justicia, bajo un trance maratónico de corrección, por todos los años de maltrato a mi dignidad y ética profesional. Rojos, aplazos y notas de advertencia , mi cabeza explotaba, literalmente explotaba con frenéticas convulsiones, pero sólo en mi imaginación. Dentro de mi fantasía tomaba venganza contra el mundo, por mi mala suerte, por esa mujer que me había dejado abandonado bajo la tutela de mi conveniente demencia. Me quedé entumecido, exhausto.
El teléfono de la habitación habrá sonado mas de cien veces y solo llegó un eco de su último sonido a mi aturdida mente. Estaba sentado en un sillón de estilo victoriano, que lo encontraba recargado y ofensivo, agonizando en mi veneno barato, alcohol etílico que había encontrado en el frigobar destartalado del hotel. Para mi, funcionaba como una caja de primeros auxilios.
Ya entrada la tarde, no quedaba un ápice de luz dentro de la habitación y un olor nauseabundo se desprendía de una mancha amorfa de mis pantalones, indudablemente me había orinado encima, sin embargo eso no me molestó, simplemente emití una risita histérica entre dientes.
La inesperada llamada había cesado pero yo me sentía espantado e invadido, en todos los años que había frecuentado esa habitación jamás sonó el teléfono y ese momento era el mas inoportuno de todos. Como pude me acerqué a esa máquina endemoniada y levanté el tubo, me quedé esperando unos segundos, tratando de recobrar un poco de lucidez para identificar las palabras que balbuceaba mi interlocutor pero lo único que logré descifrar fue el silencio. Por un momento pensé que era ella y mi corazón rechinaba sobreexcitado y al segundo la voz de un hombre me azotaba con filosos insultos que no logré entender y colgó produciendo un estrepitoso ruido que pudo cortar mi respiración. Todo fue tan rápido que en mi estado no pude traducir lo que había escuchado, caí rendido en el piso de la habitación y me acomodé boca abajo con la nariz presionando la alfombra apestada en naftalina. Me quedé unos momentos, que habrán sido una eternidad, sometido a mi propia indulgencia sin mover un músculo de mi cuerpo, no porque no quisiese, si fuese así seguramente habría frustrado mi intento de escultura viva, sino porque mi cuerpo estaba totalmente desconectado de mi cerebro. El cuerpo me decía no puedo más y mi mente lo compadecía.
Pasé horas soportando mi invalidez psicológica, la noche había presentado una luna soberbia y vanidosa, no iluminaba el cielo pero dejaba ver su perfil más hermoso. Me levanté casi enérgicamente y la oscuridad de la habitación avanzaba hacia mis ojos, con imperturbable arrogancia, cuando apenas podía vislumbrar la ubicación de los muebles. Caminaba lentamente, con la cabeza pesada como una sandía monstruosamente gigante, buscando algún interruptor que me salvara de mi tan estúpido percance, en teoría conocía cada detalle del maldito lugar pero es sorprendente a lo que te puede acostumbrar la luz cuando careces de ella. Las paredes parecían infinitas y profundas como portales succionando hasta el último átomo luminoso, los muebles curvilíneos, típicos de su estilo, tenían un aspecto fantasmagórico aunque ciertamente pensaba lo mismo inclusive a la luz, las mesas y lámparas, hasta la felpuda alfombra, transformaban la habitación en una siniestra cueva de un cuento de miedo para niños. Sin embargo, luego de un corto resoplido encontré lo que parecía ser un interruptor, a estas alturas cualquier circunstancia que me presentase algún inconveniente, para mi era un caos cósmico.
Todavía puedo verla sentada en el sillón con sus piernas kilométricas cruzadas, su media sonrisa encantadora y su manojo de lana tricolor. Simple, sin frases armadas... sin frases. Me pregunto que perfume de cartilla usaría hoy y pienso en las venas que se dejaban ver bajo su traslúcida piel, en cómo se vería dentro de esta oscuridad que me había secuestrado. Por un momento recobré la lucidez por completo y me vi enjaulado, sin luz ni comida y con un estómago que no paraba de gruñir. Decidí usar el teléfono y avisar al gerente del hotel que mi habitación no tenía luz, me respondió con una invitación a cambiarme de lugar, incluso mencionó que bajara al restaurante que me servirían una comida a modo de disculpas a lo que yo rechacé con amabilidad. No podía dejar el cuarto donde todavía sentía el aroma de su cabello, además, ¿qué pasaría si ella quisiera encontrarse conmigo otra vez?. Definitivamente cambiarme de habitación no era una opción, si no podía tenerla en mis brazos al menos podría conservar los recuerdos de esta habitación.
El gerente trató de hacerme entrar en razones primero con cortesía pero al ver mi negación total a la solución que me daba, pude notar por su voz, que estaba perdiendo la compostura, amablemente rechacé la oferta una vez más y luego de escuchar su contestación quedé horrorizado. Me había dicho que no subiría nadie hasta que yo bajase y de quedarme subirían a sacarme por la fuerza. Mi cara se habrá de haber visto desfigurada, tenía el tubo del teléfono todavía cerca del oído cuando soltó la última frase de la que alcancé a escuchar dos palabras repugnantes, de las cuales no soy capáz ni de repetirlas.
Inmediatamente deje caer el teléfono y me dirigí hacia la ventana que daba a la Avenida Santa Fé, inevitablemente y en la desesperación me caí dos o tres veces chocándome contra los muebles nauseabundos, mis piernas no reaccionaban, las rodillas me temblaban como nunca antes en mi vida y hasta podía escuchar mis huesos tocándose. Todas mis articulaciones se endurecían como el cemento fresco secándose al sol. Mi cuerpo nuevamente pensaba por sí mismo, mis movimientos eran totalmente viscerales, mis pensamientos se desmoronaban haciendo un ruido insoportable al caer como bombas atómicas de palabras. Muerte!
Nunca en mi edad madura, hubiera pensado jamás que un hombre desquiciado por los celos viniera a matarme, por una mujer que ni siquiera era la suya, lo fue pero ya no lo era, ¡O por lo menos eso me había dicho ella!, ¿y si no era verdad?, ¿y si había caído en la telaraña de tan venenosa criatura?. ¡No es mi culpa, es el mero infortunio el que me convierte en alevoso y ahora debería morir por la libido mundana!.
Las manos me temblaban, los dedos atrofiados me los apretaba contra la cara como tratando de tener una memoria táctil de mis rasgos, la última vez que me vería vivo no sería reflejado en un espejo, no podría verme llorar por última vez. Me quedaba tanto por hacer, pero no, ¡¿a quién le importa?!. Siempre pensamos lo especiales que creemos ser, como si fuéramos tocados por una suerte de magia que evitaría una muerte inminente para vivir una inmortalidad sagrada. Patético egocentrismo, me van a matar igual y solo soy otro cadáver más que sepultar.
En ese momento estaban subiendo a hundirme una bala en el cerebro, él y todas las personas que me odian, incluyendo aquellos que están difuntos.
Intentaba razonar conmigo mismo dándome golpes en la cabeza con los puños cerrados. Debía hacer algo, debía salvar mi vida. No tenía un arma, ¿cómo podría defenderme del tormento mortal que se avecinaba?.
Habiéndome tranquilizado con la fuerza de un puño tan firme como para separarme la piel del cráneo, corrí hacia ninguna parte y hacia todos lados, por un segundo me vi corriendo en círculos infinitos, perdido en mi propio abismo. Bastó otro golpe para tirarme al piso. Me hervía la sangre que velozmente corría por mis venas, podía sentir como me quemaba la carne y la adrenalina se me salía por los ojos, dándome la impresión de que iban a estallar dejando mis cuencos oculares completamente vacios. Voy a morir!. El hombre crece convencido de conseguir una muerte digna mientras duerme, en algún retiro paradisíaco rodeado por sus nietos o sentado en una plaza viendo su último amanecer, pero sin que nadie se la quite. Ahora me doy cuenta, en vano, que nadie es dueño de su propia vida.
Me levanté y corrí, la alfombra estaba mojada, pestilente. No escuchaba pasos pero sabía que estaban cerca, podía oler el odio abominable a kilómetros de distancia, como un animal presa de un indolente cazador. Me paré frente a la ventana, levanté la persiana entendiendo que mi única escapatoria era aventurarme a caer tres pisos abajo. Saqué la mitad del cuerpo afuera, la brisa que corría podía hacerme sentir sus cachetazos, al fin mis ojos veían con claridad y miré hacia los costados buscando alguna forma de escaparme pero me dí cuenta que no era una buena idea, no había prácticamente de donde sujetarse. Lloraba involuntariamente como anticipándome a mi funeral.
Estaba en mi propia trampa, la habitación no me dejaba salir y me había tragado vivo junto con todas mis esperanzas. Llorando, me senté a esperar a mi verdugo para poner fin a la agonía y en un intento vago de supervivencia me aferré a una lámpara de pie que se encontraba junto a mi. Exhausto, nervioso y tiritando del miedo, mis manos estaban húmedas y mi respiración era interrumpida a cada segundo por mis sobresaltos.
Había alguien tras la puerta, podía ver las sombras moverse a través de la rendija, escuchaba varias voces pero no diferenciaba lo que decían. De repente, la voz feroz de un hombre emite el primer ladrido:
¡ Abra la puerta! - Dijo. Estaba petrificado en un rincón abrazado a mi única arma “letal”. - Abra la puerta Miguez, está rodeado! Repitió la voz.
¿Rodeado? - Se me escapó una voz ligeramente femenina pero lo suficientemente fuerte para que la escucharan.- !Abra la puerta, es una orden! ¡Está rodeado Miguez, por qué no mira Ud. Mismo! - Dijo la misma voz.
Miré a mi alrededor, la oscuridad era tan profunda que me resultaba terriblemente amenazadora. Atónito, sin comprender lo que estaba pasando, hasta ese momento pensaba que entrarían y me volarían la cabeza, volvían los ecos atosigantes. Lentamente me fui incorporando, con la ayuda de la lámpara de pie a la cual me había aferrado con mi vida. Escuchaba los golpes en la puerta sabiendo que en cualquier momento podrían entrar y matarme, esa idea no se alejaba de mi mente perturbada, pero tuve el impulso de acercarme a la ventana por segunda vez. Miré el horizonte teñido de negro azulino, un cielo épico entrecortado por las estructuras metropolitas, no podía escuchar más que la brisa y todo parecía ir en cámara lenta. Llegar al borde de la ventana fue como atravesar 200 años de la historia que enseñaba en los colegios privados, pero descalzo con clavos incrustados en los pies. El aire compacto de la habitación exprimía mis pulmones pegándose como ventosas que no me dejaban avanzar. Al llegar al borde de la ventana me di cuenta que apoyé las manos con precaución, me asomé para corroborar lo que yo creía era una mentira morbosa y absurda de las personas que querían matarme, tomando la ventaja de atacarme desprevenido. Un segundo después el aire había estallado como una bomba mortal y silenciosa sometiendo a mi percepción en la realidad de ruidos, bocinas, murmullos y gritos. La voz que me atormentaba ladró: -¡Miguez, sabemos que tiene el cuerpo!.
Mis ojos desorbitados no podían creer lo que estaban viendo, parecía una broma de mal gusto, una ilusión óptica mal lograda. Una docena de autos policiales estaban rodeando el hotel. En shock me di vuelta repentinamente y mis ojos traumatizados vieron por fin con claridad, las luces de la habitación estaban encendidas iluminando una escena digna de un matadero, la sangre pegada en las paredes no podían decirme otra cosa. Yo la había matado.

Frau Sträuben, coleccionista.

|


Gustavo se despertó esa tarde luego de una placentera siesta, dándose cuenta que se había quedado dormido. Estiró su brazo para alcanzar el reloj despertador que estaba en la mesita de luz junto a él y al ver la hora se incorporó de un salto sobre su cama. Sobresaltado agarró una camisa y unos pantalones y salió corriendo hacia su auto. Conduciendo enloquecidamente por las calles de Belgrano tuvo la idea de parar a comprar unos muffins en una panadería coqueta del barrio. Él sabía que Niní amaba los muffins y pensó que era una buena forma de recompensarla por su tardanza. Llegando a la casa de Niní Sträuben, su profesora de piano, ve que lo estaba esperando en la entrada con una sonrisa impecable, como de costumbre. Baja del auto con la caja de muffins en las manos y una media sonrisa sonrojada, a lo que Niní responde asintiendo la cabeza. Ambos entran a la casita de estilo colonial y se sientan en la sala de estar para tomar un té antes de comenzar con la clase. Niní que amaba los muffins, estaba entusiasmada abriendo la caja, mientras Gustavo miraba atentamente la decoración de la habitación, se sentía atraído por las pequeñas figuras de cerámica que coleccionaba su profesora. La casa encerraba ese hálito de nostalgia como si el tiempo nunca hubiera pasado por allí, simplemente había seguido de largo, quizás olvidándose que existía esa porción de tierra.
Perdido en su nebulosa se da cuenta que estaba solo en la habitación, la mesa de té estaba servida con un mantel blanco teñido de algunas manchas de moho, pensó que era un detalle que no podía faltar y le pareció gracioso lo irónico del mensaje: el moho y la apariencia de su profesora eran las únicas cosas que el tiempo no había olvidado. Sin más que hacer, ya que su anfitriona había desaparecido, siguió observando con curiosidad la habitación hasta encontrarse con unos pequeños frascos que hubiera jurado nunca antes haberlos visto, en ninguna de sus visitas del último mes. Tenían el aspecto de los que están llenos de dulces artesanales en las despensas rurales, la tapa estaba cubierta con un trozo de tela a cuadros rojos y blancos, eran bastante típicos ya los había visto muchas veces pero lo que realmente había llamado su atención era su contenido. Un líquido verdoso rellenaba los frascos y cubría lo que parecía ser un pedazo de carne descompuesta, se quedó observándolos con inquietud tratando de entender lo que estaba viendo. De repente entra Niní sonriendo, como acostumbraba en silencio y lo mira atentamente esperando alguna palabra de parte de él, sin embargo solo atinó a responder con el mismo gesto. Se sentaron sobre el sofá, que a juzgar por como se veía podría haber tenido cien años y contemplaron la mesa sin decir una palabra.
Gustavo no podía dejar de pensar en los frascos y de vez en cuando los miraba de reojo, sentía tanta curiosidad por la forma en que se veía su contenido que no se daba cuenta de lo evidente que eran sus acciones, la vajilla de porcelana temblaba sobre sus dedos crispados y la hacía sonar como si fuera una sinfonía de diminutos huesos. No creo que se diera cuenta de que Niní lo observaba atentamente, estaba muy concentrado en sus pensamientos tratando de descifrar sus pensamientos. De alguna forma sabía que no estaba bien porque cada vez que miraba los frascos se le erizaban los vellos de la nuca.
La vieja se levantó de repente excusándose con su invitado y se dirigió hacía la cocina, caminaba lentamente como si tuviera el alma empachada de historia, la curvatura de su espalda daba la sensación de terminar en un precipicio y realmente no era muy bonita, sus rasgos eran duros, marcados sobre una tez rugosa y transparente, tenía algunos lunares en el rostro y todos eran rojizos. Gustavo siempre pensaba que habría sido hermosa de joven, alta, de labios rojos, cabellos dorados y grandes ojos azules, a menudo fantaseaba con la idea de una princesa aria que endulzaba con sus largos y finos dedos, a cualquier espectador, cuando ejecutaba su piano de cola caoba.
Los frascos, apilados uno tras otro, centelleaban diabólicamente seduciéndolo cada vez más y se acercó para volver a verlos. Se veían como pequeños embutidos descarnados, amorfos, tan repulsivos que provocaban arcadas por el simple hecho de verlos. Dejó su taza de té en la mesa, miró la habitación una vez más para asegurarse que estaba totalmente solo y abrió uno de los frascos. El olor que desprendía era amargo, similar a un trozo de res en descomposición, ridículamente asqueroso.
La puerta de la cocina se abrió lentamente y apareció la figura fantasmagórica de Niní con una bandeja repleta de lo que parecían ser sándwich de pepino, inmediatamente Gustavo se dio vuelta, ocultando el frasco tras su espalda. Por suerte era mas ciega que un topo y seguramente carecía de olfato porque no había dicho ni una palabra a cerca del olor nauseabundo que inundaba la sala. Se sentó y lo llamó con un extraño movimiento de manos a lo que él obedeció.
Todavía con la evidencia en manos, pensó ocultarla debajo de la mesa pero en cuanto la vieja se dio vuelta para tomar los pentagramas, en un intento desesperado, metió el frasco en la tetera que estaba sobre la mesa. Nervioso como nunca antes, trató de relajarse prestando atención a las indicaciones que Niní marcaba sobre las corcheas, fusas y semifusas. Las posibilidades ahora no eran muchas, podría ofrecerse a calentar agua para el té aunque la tetera todavía humeaba o volcarla sobre la mesa a modo de accidente pero sería demasiado obvio, además podría terminar rompiéndola y dejando a la vista la masa rugosa de carne podrida.
Tocaba el piano a medias, con un ojo clavado hacia la mesa de té, su profesora se movía lentamente cual hoja dominada por el viento al compás de la melodía y cuando él cometía algún error golpeaba sus dedos con un puntero de madera astillado. Sí, es la escena típica que el lector se imaginaría, es lógico pensar que una escena puede ser muy obvia lo raro sería que se nos ocurra alguna que fuese original. En fin, siguiendo con el relato de lo sucedido, las gotas de sudor empezaban a salir a través de su piel, las manos atrofiadas se marchitaban y sus ojos desorbitados se llenaron de un suero amarillento, ácido, acre que nublaron su vista. Pegado al piano o poseído por la música seguía apretando las teclas con los nudillos, ya que los dedos se le habían doblado al igual que un guante de goma lleno de agua, su garganta emitía sonidos burbujeantes, graznidos profundos y roncos que harían temblar el pulso hasta del más frívolo verdugo. Pronto sus labios se secaron y la lengua se enrollaba agitada dentro de su boca. Abrió los ojos tratando de abrazar un último aliento de vida y quedó duro, para siempre, sobre el piano. La profesora seguía en su extasiado baile mecánico cuando la música se detuvo, abrió lentamente los ojos iluminados por la luz que atravesaba la ventana, eran mas azules y brillantes que nunca. Miró el cuerpo entumecido con cierta curiosidad y lo acarició suavemente sobre la frente, como se le mide la temperatura a un niño con fiebre; se dio media vuelta y se dirigió a la mesa de té donde se agachó, y extrajo debajo de unas tablillas del piso, lo que parecía ser una vara de bronce pulido con una longitud aproximada de 50cm, que terminaba en un gancho de punta afilada. Se acercó al cadáver y dándole un golpe con el pie, al taburete sobre el cual se encontraba el muerto, lo dejó caer. Una vez en el piso, insertó el instrumento de bronce en la nariz y suavemente fue deslizándolo hacia su profundidad. Los ojos de Gustavo estaban envueltos por una masa grumosa, ahora verdosa, que despedía un olor nauseabundo y vomitivo, mientras que en los ojos de Niní nadaba su pupila contraída en el turquesa de su iris y la boca se le llenaba de saliva, claros síntomas de excitación.
Extrajo la vara metálica y con ella el cerebro muerto, todavía tibio. Luego se dirigió a la cocina de donde sacó un frasco impecable de la alacena, el cual llenó con formaldehído. Sobre una tabla de picar cortó un trozo del cerebro y lo metió en el frasco, que adornó con un retazo de tela a cuadros rojos y blancos, se dirigió a la sala y ubicó su tesoro junto a los otros de su colección. Los contempló por un momento sonriendo, orgullosa, realizada y luego se sentó en el taburete dispuesta a ejecutar el piano en honor a su descerebrado alumno.
La música se desprendía de la piel de Niní, las notas vibraban sobre las cuerdas del piano y todo la casa se transformaba en un vaivén enérgico de sombras y luces, no habían pájaros afuera, ni mujeres con hijos, ni hombres soñadores, ni muerte, ni nada.

Sobre el Autor

Mi foto
Siro Galé es un seudónimo de la locura, la desesperación y el horror que se desprenden de un Alter Ego en evolución.